(O una historia de segunda vuelta, …con hijos)
Para ser honesta, lo conocía de antes. Desde mis 12 años. Es amigo de mi primo y seguro compartimos alguna tarde de playa, cumpleaños o asados infantiles. Siendo más honesta aun, 30 años después, recordaba solo su nombre y no lo hubiera distinguido en la calle sin una previa búsqueda en google.
Separada yo. Separado él. Una cuadra de distancia entre su casa y la mía. Mismo club y colegio nuestras niñas, los hilos estaban tendidos. Digamos que…el escenario estaba montado.
Suena a novela romántica, pero déjenme advertir que las segundas veces son tan intensas como desafiantes.
En las segundas vueltas, no hay casa ni familia en común. Por lo menos al principio. Hay amor. Nada más ni nada menos. Y el impulso inevitable de de-construcción de cómo queremos sea el amor y el sentido de familia, con la experiencia que se trae de la primera vuelta y el aprendizaje de ese porrazo del cual cada uno se ha levantado transformado.
En las segundas vueltas, cuando tener hijos no es una opción manejada, entonces el camino deja de ser obvio. Sin hijos de ambos, la casa tampoco es un destino u objetivo obvio ni buscado a mediano plazo. Entonces ese camino que en las primeras veces casi no se cuestiona, acá es un recorrido que se va despejando paso a paso. Día a día. Si no es para formar una familia, si la casa no es proyecto común, entonces ¿para qué? Entonces, ¿por qué?
La respuesta o las respuestas son pura elección y emoción. O es por amor, o no es. Porque en las segundas vueltas no hay anclas ni compromisos firmados, ni tabú social que dé miedo romper porque ya los has roto todos y nada te va a llevar de vuelta a ese lugar del que saliste -mejorad@-, porque ya dolió todo el clan y nada puede ser peor.
Tal vez sea por todo eso que las segundas vueltas llegan insufladas tanto de vértigo como de libertad. De un cierto sentido de trascendencia.
Libertad de saber que estás porque latís ahí y que podés no estar si dejás de latir. O viceversa. Y vértigo por esa misma incertidumbre que muchas veces se acalla cuando firmamos papeles, compramos casa o tenemos hijos en común. La vulnerabilidad se encarna al andar sin amarras, con la libertad y liviandad que eso supone como contrapartida, y con iguales dosis de miedo – no sé a qué, pero asumo que a doler; a la sensación de abismo-.
Las segundas vueltas son puro aprender a ser uno. Conciencia. Deconstrucción del concepto de amor y construcción compartida de una nueva manera.
Es consciencia de regar y sostener lo esencial para que no se transforme en accesorio a todas esas cosas de las que naturalmente se va llenando el espacio entre dos.
Nota al pie:
Y bueno, sí. Confieso. Esta historia tiene algo de romántico. Porque hoy vivimos a un piso de distancia. Juntos pero separados. Porque ese mismo escenario que estaba pronto al conocernos, se terminó de desplegar tiempo después con otras tantas sincronicidades –que quedarán para otro post-.
Por Carolina Anastasiadis
