Por el Ginecólogo Jorge Arena
Hace algunos años, por esas cosas de la vida, viajé a Bolivia y estuve unos días en el Hospital Holandés de El Alto. El Alto es una ciudad satélite de La Paz, ubicada a 4060 metros sobre el nivel del mar -más alta aún que La Paz-, en donde se reúne la población indígena más marginada de la región. Viven en El Alto, y “bajan” diariamente a La Paz a buscar los medios que les aseguren alimentación. Muchas veces viven de la caridad, otras de changas eventuales, siempre en condiciones de inseguridad laboral y desprotección máxima. La asistencia en salud de este grupo poblacional es precaria. Me tocó viajar para compartir aspectos de la asistencia sanitaria en el área Materno Infantil. Viajamos con la esperanza de compartir nuestros aprendizajes, aprender de sus prácticas y mejorar las de ambos, a partir de charla con técnicos locales. Se formó un grupo interesante de análisis con Ginecólogos, Parteras y Neonatólogos.
El Hospital Holandés es un hospital general donde muchos técnicos regularmente pagos luchan por mejorar la salud de la población allí asistida. El hospital goza de una Maternidad, con higiénicas salas de parto e internación, con un área quirúrgica y programas de asistencia en Control Prenatal, Puericultura, Apoyo de la Lactancia, Salud Sexual y Reproductiva y Asistencia del Parto.
Desde que llegué al Hospital vi en sus enormes y cuidados jardines, numerosas personas, algunas vestidas humildemente, otras muchas vestidas con atuendos típicos de la población indígena-americana andina. Choca a la vista la enorme predominancia de población joven y también llamó mi atención la gran cantidad de mujeres embarazadas, algunas con edades gestacionales avanzadas.
Mi curiosidad fue máxima cuando me enteré que no todas esas mujeres ingresaban a parir al hospital. Los médicos del hospital me decían que era una práctica frecuente desde que se inauguró el mismo que en sus jardines, acamparan esta suerte de madres a parir acompañadas de “Matronas Doulas” locales. Si todo iba bien, tenían su parto y volvían a sus hogares, si algo se complicaba ingresaban al hospital. Los médicos rápidamente me explicaron que los primeros años bregaron por intentar ingresar estas pacientes al hospital; con el tiempo, y ante la férrea negativa de estas mujeres consideraron la posibilidad de que al menos así era más fácil controlar a esta población. Con el tiempo y esfuerzo de residentes fueron logrando un primer control local del recién nacido así como del sangrado materno.
No era el objetivo de nuestra misión cambiar las prácticas locales, sino conocerlas para enriquecernos y tratar de aportar nuestra experiencia. No obstante, poco a poco se fue transformando en una obsesión tratar de establecer algún contacto con esas mujeres y sus asistentes de parto. No fue fácil lograrlo. Fueron muchos los intentos infructuosos. Tanto que me llegué a sentir como los primeros conquistadores con su cultura inquisitoria tratando de imponer su ciencia a las creencias locales. Solo pretendía establecer intuitivamente un contacto, sin un fin claro, aunque todo tiene un por qué, y lo grandioso es poder encontrarlo.
Casi al final de mi pasantía logramos conversar con una mujer embarazada iniciando su trabajo de parto, su Matrona que la acompañaba, la residente del Hospital y yo. Establecimos una comunicación que recuerdo difícil, en una mezcla de español y lengua aymara, con los miedos lógicos de la situación y mi imperturbable intención de no intervenir ni violar la privacidad.
La mujer en trabajo de parto, era una joven de unos 30 años, aunque parecía más, de rasgos típicamente andinos, ataviada con sus atuendos típicos, la cabeza descubierta y el pelo negro recogido. Era una mujer con un embarazo de término, esperaba su tercer hijo. No había controlado el embarazo, más que en su pueblo como los anteriores con las Matronas locales. En los partos anteriores también la había ayudado la misma Matrona. El primer parto hace 4 o 5 años aconteció en su domicilio, el otro en los jardines del Hospital Holandés. Nunca necesitó consultar luego de los partos. Sí pretendía controlar a su hijo con Pediatra, como lo hizo con los niños anteriores. La Matrona era una mujer de unos 60 y pico, muy envejecida, con cara y manos llena de arrugas, también con el color y las facciones típicas de la población andina. Si bien no hablaban mucho, poco a poco fuimos estableciendo un contacto, habitado de miradas cómplices, sonrisas y silencios empáticos.
Lo primero que pregunté fue por el padre. Rápidamente me dijeron “trabajando”, y me miraron como diciendo, “éste no es su lugar”. Percibí que la Matrona no perseguía un afán de intervenir, sino que su misión era la de acompañar. A partir de ahí traté solo de contemplar. Había agua, hojas de coca y tal vez otras hierbas que ni supe reconocer ni quise hacerlo. La conversación se intercalaba con la secuencia de respiración, jadeo, y dolor de las contracciones y la relajación y recuperación post contracción. Debí contener mi instintiva intención de investigar por la frecuencia cardíaca fetal y la dilatación. Pero ese contacto que no superó los 10 o 15 minutos terminó de una forma inesperada y extremadamente grata.
Fui testigo que cada vez que nacía un niño, navegando entre las ropas se lo pondría contra el cuerpo de la madre, hasta que el cordón dejara de latir. Luego de cortar el cordón con cortantes simples, se lo ligaría con hilo y se prendería al niño al seno materno. Indudablemente que la fisiología del momento es sabia, y la cultura aprendida nos lleva por iguales caminos, lo que cambia es la escenografía y la utilería.
Antes de partir, agradecí infinitamente la generosidad de dejarme ser parte de ese preciado momento. La Matrona me dijo: “Doctor, usted hace partos… yo también… antes de irse podemos darnos las manos”.
Todavía recuerdo la textura de esas manos ásperas y rugosas que seguro estaban dotadas de una sabiduría ancestral, transmitida de generación en generación y condimentada por el conocimiento de la experiencia propia.
Antes de despedirnos, y aún tomados de las manos, cuando yo atinaba a agradecer y desearles suerte, la Matrona dijo: “Nuestras manos, tan distintas, las suyas lisas las mías arrugadas, las suyas jóvenes, las mías viejas…. hacen lo mismo cada día…”