Mamáaaaa!
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Siete hermanos

De chica, no había nada que me gustara más que ir a casa de amigas. Admiraba el orden, la heladera generosa, la cama cuidadosamente tendida, la perfección del silencio que solo puede escucharse cuando hay poca gente. Me encantaba la tranquilidad y la posibilidad de tirarme en un sillón, sin tener que ceder espacio.

En casa, en cambio, había que compartirlo todo. Confieso, siempre me encantaron los juguitos individuales, los alfajores y los postrecitos; esa góndola del supermercado que todo lo tiene era un sueño que sólo se hacía realidad en heladeras ajenas, no en la mía. Porque en casa todo se compraba de a kilos y kilos, nada de postrecitos individuales.

A veces sentía vergüenza de mi vianda y envidiaba las que llevaban mis amigas al colegio, especialmente los días de refuerzos. Mientras sus almuerzos consistían en chivitos con papas fritas, panchos con mozzarella y milanesas al pan, yo buscaba la tapa del sándwich de salame que se había desarmado, entre decenas de sándwiches que convivían en una misma bolsa de supermercado que compartíamos con mis hermanos. Y ahí, la gran incógnita “¿quién se llevó mi tapa?”. En el comedor se revelaba la verdad. El aroma a milanesa recién horneada es algo que no voy a olvidar jamás, y esa Coca individual era casi un imposible.

En casa nada era de nadie y todo era de todos. Los cumpleaños siempre generaban luchas internas, porque esa pilcha a estrenar que iluminaba los ojitos de todas las hermanas solo le correspondía a una, y aunque se “tomara todo prestado” con facilidad -conocíamos los predecibles escondites en los roperos compartidos- la cosa se complicaba cuando “la ropita” me pertenecía.

Para mi sorpresa, no había nada que les gustara más a mis amigas que venir a dormir casa. Los fines de semana se llenaba de gente, porque no únicamente yo llevaba amigas, también venían amigos de mis hermanos. El colegio se trasladaba al campo donde yo vivía, a 30 kilómetros de la ciudad de Young. Los pijamas parties en casa eran moneda corriente, tirábamos colchones en el piso del estar y nos quedábamos horas y horas riendo. Andábamos a caballo, hacíamos picnics en montes cercanos y nos bañábamos en el arroyo.

Han pasado muchos años, hoy soy mamá y me doy cuenta de muchas cosas. Después de algunos reproches que han permanecido hasta hace un tiempo, he llegado no sólo a reconciliarme con la idea de “familia grande” sino también a admirar a mis padres. Por su capacidad de entrega total, por su generosidad absoluta, por el esfuerzo de haber criado a siete buenas personas con todo lo que ello implica, y por tener el corazón abierto para recibir siempre a propios y extraños.

Ahora sé que los niños demandan tiempo y esfuerzo, que no hay receta para ser buena madre, que no puedo tirar la primera piedra porque ya le puse a Juanfe miles de dibujitos animados para poder hacer otras cosas, y que -seguramente- mi hijo me entregue en su adolescencia una lista larga de los más variados reproches. Hoy, con el diario del lunes, agradezco a mis padres por una infancia llena de hermanos y de refuerzos de salame.

Por Federica Cash

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