Las mujeres somos controladoras. Si no todas, yo soy parte de la mayoría que sí lo es. Cuando de adolescentes salía con un chico, al otro día quería saber si con ese me iba a casar, cosa de no andar perdiendo el tiempo en otras tantas salidas. Cuando arranqué mi carrera quería creer que de eso iba a vivir y confirmar de inmediato que realmente esa era mi vocación. A las mujeres, mal o bien, nos gusta tener el control y por eso seguramente somos más planificadas por naturaleza.
Lo trabajé en terapia pero dio poco resultado; me cuesta soltar y tengo que esforzarme por andar “relajada” por la vida. Quiero poder incidir en el 100% del devenir de todo lo que compete a mi vida, aunque a nivel consciente sé que es sencillamente imposible e inevitablemente mucho más aburrido que estar recibiendo sorpresas.
Como es de esperar con este tipo de personalidad, mi embarazo fue planificado. Dejé las pastillas y Dios quiso que al mes siguiente quedara embarazada. Debe haber pensado que si no me mandaba al nene cuando la lógica indicaba que estaba “habilitada” para engendrarlo, entonces le estaría reclamando demasiado todos los días. Y prefirió ahorrarse tal comida de oreja.
No esperé a la ecografía estructural para saber el sexo; lo supe muchas semanas antes porque prefería pagar dos ecos extras para chequear si quien estaba en camino sería Teo o Alfonsina. Las hice, por supuesto, con ecografistas distintos para tener dos opiniones. Y era ella; Alfonsina. Era vital saberlo porque se aproximaba Navidad, y los abuelos estaban ansiosos con los regalos, así que finalmente les pude decir con propiedad que Papá Noel ese año, podía llegar vestido de rosado.
La cuestión…mi embarazo fue “de manual”. Todo lo que el libro de la Dra. Miriam Stoppard decía que yo tenía que sentir en determinada semana, efectivamente se cumplía. Como también era de esperar, el parto también fue planificado. Lo organicé para un viernes, porque me parecía un día lindo y alegre de la semana como para que Alfo llegara. Mejor que el lunes, o el domingo que siempre son un bajón. Además, así mis viejos que estarían chochos, tendrían más tiempo para ver a Alfonsina; entre semana trabajan y es más complicado. Quedamos con mi esposo en avisarles cuando estuviera en el centímetro 8 de dilatación, así les dábamos tiempo de cerrar sus agendas, cancelar las últimas reuniones del día y llegar a tomar un café antes de conocer a su nieta.
La planificación fue tal que hasta me dio el tiempo de llamar a la perrera para que pasaran a buscar Jacinto (mi labrador de dos años) y les pude avisar que el lunes lo podían devolver porque ya estaría en casa. Organicé la heladera para que no se pudriera nada en esos tres días en que no estaríamos, hablé con la señora que nos ayuda en casa para que no viniera, e hice el surtido del supermercado antes, para tener algo para comer el día en que llegáramos tres, previendo que estaríamos cansados. Nunca pensé en una posible cesárea, nunca pensé en contratiempos.
Hasta ese momento, todo bajo control. De ahí en más la cosa cambió y en eso se basa uno de los mayores aprendizajes que he tenido en estos tres meses y pico que llevo de madre.
El viernes 31 de mayo nació Alfonsina, tras unas cuantas horitas de inducción; las esperadas en el mismo manual que indica que una dilata alrededor de un centímetro por hora. Pero la cosa había empezado a descontrolarse tímidamente la noche anterior, cuando no pude dormir por el parto explosivo de la habitación de al lado y por la misma ansiedad que se me impone previo a momentos que sé que me van a determinar LA VIDA.
La primera noche de Alfonsina, por supuesto que tampoco dormí. Al otro día, eso de poner horario de visita dio poco resultado, entonces la habitación se transformó en una alegre pasarela…y de ahí en más, la vida empezó a descontrolarse. Un año y medio de terapia pagando fortunas mensuales para curarme con la llegada de mi hija.
Alfonsina nos dio vuelta como una media. Y digo “nos” porque mi esposo es contador, y es un fundamentalista de la organización; para él, el tiempo y la vida es una cuenta matemática. Tanto que si la nena pide comer 5 minutos antes de que pasen las tres horas que deben pasar –según el manual que nos rige-, no lo entiende. Básicamente no entiende que los bebes no puedan programarse para comer y dormir a las horas que nosotros lo hacemos. Pero eso da para otro post.
Con la llegada de Alfonsina empecé a vivir en un “no-tiempo”…o mejor dicho, en un mundo con un tiempo alternativo. Empezando porque cambié mis 8 horas de sueño por noches de 3-4 horas de “sueño”, interrumpido y liviano.
Alfonsina me ocupó en tantas cosas que algunas cuestiones antes consideradas de primera línea, quedaron últimas. Me refiero, por ejemplo, a la limpieza impoluta de la casa, o al orden. Ya no me importa que el acolchado nuestro esté perfectamente limpio, si Jacinto se queda quieto durmiendo a nuestros pies y no altera el sueño de la nena con ladridos porque quiere salir. No me importa tener que dormir arrolladita en una esquina porque está él, la gordita en el medio y los 4 casi no entramos en el colchón. No me importa que la casa esté intervenida por juguetes, babitas, rebosos, mordillos y mamaderas. No-me-importa.
Tampoco me importa que la nena esté divinamente combinada si está cómoda con ese pantalón fucsia y ese buzo verde de plush espantoso. No es importante; ni siquiera aunque vengan visitas.
Luché contra el caos pero, pero ahora lo permito y dentro de mi estructura, lo disfruto. Ya no lucho por hacer esas 10 cosas del laburo que tengo pendiente; sé que con Alfonsina, con suerte, haré cuatro y que las otras pueden quedar para mañana.
Ya no me importa vestirme con lo primero que encuentro, porque prefiero no quitarle a Alfonsina tres minutos de juego para cambiarme el color de la remera. No vale la pena.
Ya no me importa ir todos los días al club, porque sé que es imposible con mis cuatro horas de sueño, el laburo y la energía que dejo en dar teta. Voy una vez… o dos, en una semana en que se alinean los astros. Y cuando lo logro, me siento una bendecida.
Tampoco me importa comer a las cuatro de la tarde porque entre teta y teta, la nota que faltaba liquidar, y la reunión de trabajo que se extendió más de lo pensado, el día se me fue al diablo.
Ya no me importa. Hoy celebro la vida fuera de control.
Por Carolina Anastasiadis