Home, Mamáaaaa!
Deja un comentario

Saná, hacele un bien a todos

Cuando una mamá se pone a leer sobre emociones, más que para ayudar a sus hijos, lo hace para salvarse a sí misma. Y está bien. Existe un egoísmo positivo.

Con la llegada de los hijos, tenemos la excusa perfecta para ponernos a indagar en ese mundo, para explicar berrinches o vaivenes emocionales, para adquirir herramientas para acompañarlos, y mientras nadamos en tanta información, nos entendemos nosotras un poquito más. Y al final nos gusta; hay alivio en comprenderse. Y pocos placeres más grandes que el que se descubre al auto-conocerse.

Estudio hace años sobre emociones, sobre cómo se van “cableando” en nuestro cerebro a partir de las vivencias, sobre qué podemos hacer para gestionarlas de una manera que brinde bienestar para todos en la casa, en fin. Estudio. Me pongo a prueba. Erro y vuelvo. Las entiendo, veo su origen o disparadores, muchas veces los abrazo y otras muchísimas veces caigo en su trampa. Como mamá, soy humanísima.

Conocer de emociones y conocerse uno mismo implica también –más cuando somos padres-, buscar sanar. Sobre todo, por responsabilidad ante eso que transmitimos sin querer. Ver el origen de nuestra rotura y, en vez de patalear esparciendo oscuridad o toxicidad, abrazarnos un poco con la terapia, libro o movimiento que nos resulte. Aunque en ese movimiento, duela mucho más.

Como la azafata del avión que indica que primero tenemos que ponernos la máscara nosotros, para ayudar después a los de al lado, en cuestión de salvación, de sanación y emoción, es igual. Antes de ayudar a nuestros hijos a nivel emocional, deberíamos poder ayudarnos a nosotras mismas.  Porque si te estás ahogando y te agarrás del otro, la hundida es colectiva.

Hace unos días vi el documental sobre el Dalai Lama que se llama Misión: alegría. Al monje le preguntaban qué podían hacer para tener un mundo más feliz y él, en su sabia simplicidad, explicaba -palabras más, palabras menos- que no hace falta intentar salvar el mundo. Basta con hacer todo para estar bien cada uno de nosotros, para impactar en nuestra familia, en nuestro entorno, en la sociedad y desde ahí en el mundo.

El impacto en nuestro metro cuadrado se hace global si lo hacemos a conciencia y con intención. Y sobre todo con coherencia. No tiene fuerza el discurso si no lo acompañamos de la acción genuina. Él contaba también que le gustaba ayudar, no porque eso les servía a los otros, sino porque lo hacía sentir bien. Hay un buen egoísmo que aplaudo e impulso cuando veo almas rotas.

No vale tanto ponerse a hablar de empatía con los hijos. Hay que habitarla. Si nos sienten resonar con su dolor o problema van a entender en sus fibras de qué se trata; si con altura de adulto podemos salirnos de ese enojo que nos causa su “mala conducta”, sin penitencias que no agregan más que resentimiento, entonces estaremos enseñando a amar …de manera incondicional. No vale tanto hablar de honestidad si nos ven buscar ventaja en la chiquita, ni hablar de trabajo si somos ejemplo del mínimo esfuerzo. De nada sirve tampoco hablar tanto de alegría si no sabemos reír con los ojos. Ser. O no ser. Ahí está la cuestión de siempre. Ser lo que queremos transmitir. Ser amor, ser empatía, ser honestidad, ser respeto, ser alegría.

En tiempos de agite, de trabajo excesivo, de estar atajando jugadas propias y ajenas en casa, en el trabajo, en la vida, tal vez lo más sabio –y simple, acercándonos al Dalai- para dar algo bueno a nuestros hijos, sea empezar por ese egoísmo positivo. Así que si algo de esto te resuena: saná. Que ellos sanarán a través tuyo. Hacenos un bien a todos.

Por Carolina Anastasiadis

Deja un comentario