Cada vez que está por llegar el verano ansío con fuerza la hora de sacarme los zapatos y pisar y oler la arena por varios días. Lo imagino y empiezo a sentirme bien. Amo andar descalza y siempre que me aseguro una temperatura que no genere hipotermia lo hago en invierno también, cuando encuentro pasto cerca. Hay algo de libertad y de descarga con la tierra que no entiendo bien pero sé que necesito.
Tiempo atrás en el programa de radio donde trabajo entrevistamos a la fotógrafa Tali Kimelman por su proyecto Baño de Bosque en el Arboretum Lussich. Antes de esa nota, me puse a investigar de qué se trataba eso de “bañarse” en el bosque, un concepto que a priori me parecía raro. Enseguida encontré información, al parecer es una práctica no tan peculiar en otros lares. Proviene de Japón (allá se llama Shinrin Yoku) y básicamente consiste en pasar un tiempo en un bosque o en cualquier lugar con naturaleza abundante porque está probado el bienestar que trae para la salud; algo así como un antídoto low cost contra males frecuentes como la depresión y –según aseguran los estudios- otros temitas como la ansiedad, la hipertensión, problemas cardíacos y un largo etcétera. Quienes lo practican afirman que es sobre todo una “cura espiritual” y en distintos lugares del mundo se organizan tours con guías preparados para que los concurrentes obtengan los mejores beneficios durante caminatas en este tipo de espacios.
No tengo clara la explicación, pero algo ocurre a nivel físico y es fácilmente comprobable, cuando tenemos disponible tanto oxígeno y nuestros ojos miran verde por algunas horas. Nos sucede a nosotros los adultos y a los niños; es más, creo que en ellos, los efectos son aún más notorios.
Días atrás fui a trabajar a lo de Fede –amiga y socia de Mamás Reales-, al campo donde vive, cerquita de Montevideo. En uno de los breaks le pedí que me prestara a Pamperito, un caballo que amo, y me fui un rato a cabalgar a campo abierto. Ese día estaba contracturada. Me dolía la cabeza, estaba en uno de “esos días”, confusa, entreverada y con un millón de cosas para hacer pero trancada. Típico de febrero, cuando los horarios son aún algo “inestables”, las niñas andan sin clase, y las mamás andamos haciendo malabares para cumplir con el trabajo, la familia, la vida y una misma. Tormento.
Anduve a galope durante media hora y mientras andaba por lo alto me di cuenta que no paraba de reírme. No tenía testigos y creo que por eso hice la carcajada tan explícita; estaba rodeada de Naturaleza: campo agreste abajo y arriba un cielo inmenso y medio grisáceo esa tarde. El aire me entró por la boca y creo que por los poros. Felicidad. Eso sentí, casi como por vía intravenosa. En esa media hora se me fue todo, el dolor de cabeza, la confusión, ese estado de inquietud que venía sintiendo. Algo se reguló de manera natural.
No sé qué es, pero cada vez que me vuelvo de ese campo, mientras voy manejando de vuelta a casa me doy cuenta que para un problema al que antes veía una o dos soluciones, ahora le encuentro diez. O que nada de lo que veía fatal es tal, que las alternativas existen, que el techo es el cielo mucho más de lo que creemos, que la vida sostiene siempre y que lo fatal nunca (o casi nunca) es tal. Y cada vez que me vuelvo con mis hijas, la mayor me pide vivir en un lugar así. La chiquita directamente cae rendida a Morfeo –ese es otro de los efectos divinos que tiene una tarde de Naturaleza-.
Según lo que anduve leyendo, con referencias científicas que solo extenderían demasiado la nota, los beneficios de contactar con la Naturaleza han sido probados en miles de personas de distintas culturas. El contacto con la Naturaleza, siempre que podamos bajar un poquito y estar atentos, disminuye el nivel de la hormona del estrés (cortisol), mejora el sistema inmunológico y contribuye con estados creativos. Simple y efectivo.
Pero más allá de cuestiones científicas y de experimentos publicados en papers de renombre, creo que lo más importante es que todos sentimos eso en mayor o menor medida cuando estamos horas en contacto con la Naturaleza, luego de una tarde de parque incluso, no es necesario irse al campo o viajar a la Patagonia.
Sé que se acaba el verano en pocos días, que eso de andar en patas en la playa ya no va a ser tan corriente. Pero tenemos una ciudad que ofrece mucho verde y cerca, aunque a veces no lo vemos por acostumbramiento. La rambla con todas sus explanaditas verdes, una costa a la que accedemos desde muchos puntos de Montevideo y un montón de parques divinos que aunque sea con bufanda y gorro nos regalan lo mismo. Ahora los dejo, me voy al Botánico a ver si entre passifloraceae, fitolacaceae y ulmaceaes acomodo un poquito mi mundo.
Por Carolina Anastasiadis
Tal cual Negrita!!
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