Todo empieza en la previa. Tus sentimientos y ánimo dependen un poco de esa moneda que va en el aire, que puede dar dos posibilidades. Una positiva y deseada, otra, la que nadie quiere escuchar cuando decide buscar. Ahí empezás a sentirte parte de algo más inmenso. Por más que hayas hecho todo, ni siquiera están en tus manos los resultados. Por primera vez, sentís que la vida te sobrepasa y vos sos apenas una parte; chiquita.
Si tenés el privilegio y la bendición de poder gestar, hay muchas más pruebas para vos. Llega la primera ecografía, esa que se hace en las primeras semanas, y si sos consciente de la información que te pueden dar, cruzás los dedos, rezás, o pensás en positivo para que todo esté bien. Comiste todo lo bien que se puede –a pesar de las náuseas-, descansaste lo que tu cuerpo te pidió, hace tres meses tomás ácido fólico y, así y todo, otra vez la moneda puede darte dos opciones: estás “bien” embarazada, o no. Y no depende de vos. Otra vez también, te sentís chiquita en el universo, indefensa. Y agradecida con la vida, cuando el milagro se concreta y la moneda cae del lado correcto.
El embarazo avanza, pasás la estructural, la vida te sorprende con que aún “sin hacer nada”, ese ser que llevás adentro tiene ahora brazos, piernas y todos los órganos en tamaño diminuto. Y son prefectos, sumamente perfectos –otra vez, si la moneda cayó como querés-, y no lo podés creer; te sentís un eslabón importante del universo. Un puntito agradecido que explota de emoción y felicidad porque si todo sigue la corriente natural, en poco tiempo vas a tener a tu bebé con vos.
Y finalmente, tras nueve meses de espera, llega y la vida se manifiesta en su máxima expresión. Pasás el parto –natural, con o sin epidural, cesárea, o lo que haya tocado- y nuevamente te sentís chiquita, porque sin saber cómo, de un minuto a otro la vida te transforma en madre, con todos miedos, con incertidumbre, pero con un corazón agrandado… y eso es suficiente para seguir con lo que toque.
Tu corazón creció, te sentís una mujer distinta, porque todas cambiamos al pasar por el nacimiento. Si la vida no te empoderó antes con otros motivos, ahora vas con todo y contra todo por ver a tu hijo feliz. Las mamás podemos, aun sin dormir. En un sentido te sabés un tanto superpoderosa, porque además la maternidad te dio esa claridad que se necesita para destacar lo importante de las pavadas; para ocupar el tiempo en lo que realmente vale la pena.
La vida fluye, vos la acompañás, superpoderosa, hasta que… escuchás a otra mamá contar un drama real que vive con su hijo y pensás “podría haberme pasado a mí”; porque no hay vacuna contra algunos males. Así la vida te vuelve a recordar que sos un eslabón, pequeño y fundamental, pero solo un eslabón de algo mucho más grande. Esa madre amiga con su historia te recuerda que aunque tomes todas las precauciones del mundo, todas las madres somos vulnerables ante lo imprevisible. Mirás a los costados y te da pánico pensar que podrías estar atravesando algo así. Y un día te toca, tu hijo se enferma, probablemente con poca gravedad a ojos extraños, pero a vos se te aprieta el pecho porque no sabés por qué llegó a eso y mucho menos cómo sacarlo (¡¡y rápido!). En dos minutos pasás de sentirte la mujer maravilla que puede con todo, a la mamá más débil del mundo. Así de contradictoria y dual es la maternidad, así de intensa se te planta de frente para mostrarte que tenés que estar agradecida y revalorar la vida, con todas las maravillas que ella trae consigo. Simple como eso. Y a vos, no te queda otra que seguir aprendiendo.
Por Carolina Anastasiadis