Hace algo más de tres años que vengo entrando duro para paliar una carencia de nacimiento que la maternidad me reventó en la cara: me falta paciencia. Con un hijo, la vida te la sirve en una bandeja, sin otra opción de menú. O la tomás o estás frita, y más vale que la entrenes.
Mi hermana de la vida, me advirtió siempre que la falta de paciencia era un temita para mí: “ay negri, tenés que ser paciente”. Lo dijo una y otra vez durante toda nuestra vida. Para ella era fácil, porque nació en una familia de siete hermanos y, digamos que entre que quería una cosa, la pedía y se gestionaba, podían pasar semanas. En casa, familia de tres hijos, la cuestión era bastante más expeditiva. Digamos que la espera, no fue nunca bien valuada en la familia Anastasiadis y Alfonsina llegó para mostrarme que era hora de entrenarla porque sin ese atributo, nuestro camino juntas iba a ser difícil.
Una tarde, mientras estaba trabajando, noté mi ceño fruncido. Molesta recordé que esa mañana, había estado forcejeando durante 20 minutos con mi hija, entre túnica, cepillada de dientes, vianda y mochila. Me fui enojada; conmigo, claro está, con que las cosas no salían ni se hacían en el tiempo que yo quería. Con que antes podía prepararme para salir de casa en 10 minutos y ahora, si salía tras una hora y media de aprontes, podía considerarme exitosa.
Revisando hacia atrás me di cuenta que, con un hijo, la vida se encarga de acomodarnos. Nos muestra a su manera que las cosas suceden en el tiempo y momento en que deben suceder y que hay procesos imposibles de acelerar u obviar, empezando por las 40 semanitas de gestación…Confieso que “paciencia” es lo que pedí de a kilos en alguno de esos deseos que una pide cuando sopla las velitas de cumpleaños. La pedí desde mi FUM –comentario para entendidas-, pero no llegó sino 3 años después…y dosificada. Nunca en cantidades suficientes para cubrir mi deficiencia.
El 31 de mayo de 2013 nació mi primera hija y pensé que había zafado de tanta espera, que mi cuota de paciencia en esta vida estaba cubierta. Pero bastó con llegar a casa para caer en la cuenta que dar teta implica pasar por un arduo entrenamiento de espera y paciencia, algo que se refuerza más o menos cada tres horas, mientras con la beba en el pecho, recorremos con la mirada, los distintos techos de la casa, o con el dedo el abanico de canales disponible en el televisor.
Pero el aprendizaje de paciencia y el desafío crecieron junto con Alfonsina. ¿Cuántas veces respiramos por día las mamás para no saltar con un grito ante el primer berrinche de los hijos?
La nena esta noche no quiere dormirse temprano. Paciencia. Respiro.
La nena, esta madrugada, tiene ganas de jugar a las 3 de la mañana. Paciencia. Omm…la agarro despacito y le cuento suavemente que no es momento para ello. Por dentro, me siento como una fiera amordazada, porque tengo ganas de dormir; ¡no es hora de entrenar nada!
La nena, esta mañana que debemos salir para el pediatra no tiene ganas de despertarse (obvio, ¡¡¡si anoche jugamos entre las 4 y las 6 am!!!!). Paciencia.
La nena…que siempre pega una siestita entre las 5 y las 6 de la tarde, esta tarde que necesito terminar un trabajo, no tiene ganas de dormir. Paciencia. El jefe entenderá. (¿entenderá?)
La nena…no quiere comer; no quiere dormir; no quiere hacer lo que yo tengo ganas que haga. Paciencia mamita. Paciencia. Con un niño en casa, tus planes quedan librados a la buena voluntad de la vida.
Así pasaron mis primeros tres años de madre, con una pretemporada intensa de ejercicios de paciencia cuando llegó mi segunda hija. Hoy el trabajo más arduo se da en las tardecitas-noches, con lectura de libros (conté 15 una noche) y masajitos para que la mayor se duerma…y en simultáneo, moviendo levemente a la chica, en brazos, que tiene un año y medio pero sigue siendo mi bebé. Paciencia. La entreno y caigo rendida físicamente; tanto training agota.
Anoche, entre cuentos le expliqué a Alfonsina que en la vida, a veces hay que esperar. Para dormir, para comer o para hacer lo que una quiere. En la vida no es todo “ya”.
“¿Pero qué es esperar mamá?”…
“Quedarse quieta, sin hacer nada, estando”.
“Ahhh” –cara de desconcierto de Alfo-. “Y, ¿por qué?
… -Silencio. Pienso-. “Porque es así. Eso te hace fuerte”
Cuando sea más grande, si aún no se lo enseñó la vida, le explicaré que –como dice mi amigo Sandor Marai en su libro “La mujer justa”-, no importa cuánto forcejeemos porque las cosas sean de una manera u otra, tarde o temprano, la vida se encarga de poner el escenario perfecto y justo para que su plan se concrete. Tarde o temprano también, de una u otra manera, todos aprendemos que hay dos caminos…podemos resistir y vivir con el ceño fruncido, o entregarnos con paciencia a esos planes ocultos que la vida trae para descubrir todas sus maravillas.
Por Carolina Anastasiadis
Qué buen post. Esto cierto que todo cambia con los hijos, a mí me han enseñado a regular la bendita paciencia. Ojalá lo hubiera aprendido antes😉
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